Carlos III, el rey humano, demasiado humano

maría ballesteros REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

carlota r.

Si Isabel II reinó por mandato divino y con abnegación, su hijo ha asumido un papel impuesto sin renunciar a sus pasiones de carne y hueso

06 may 2023 . Actualizado a las 11:37 h.

Cuando Isabel II se convirtió en reina en 1952, a los 25 años, creía que estaba recibiendo un mandato divino y, durante las siete décadas de su reinado, empuñó el cetro que Dios le puso en la mano con devoción incondicional, según sus biógrafos. Más o menos a la misma edad, cuando a su heredero, el hoy monarca Carlos III, le preguntaron qué pensaba de su cargo, cómo era en definitiva ser príncipe de Gales, su respuesta fue el equivalente a un encogimiento de hombros. «Nunca he sido otra cosa», contestó, según recuerda una de sus compañeras en la Universidad de Cambridge, donde el nuevo rey de los británicos se graduó en 1970 convirtiéndose así en el primer aspirante al trono con título universitario.

Ni el cargo de su madre ni el suyo —que asumió con solo 3 años— le habían ofrecido, en su opinión, nada bueno, al menos en su primera etapa, que fue para él «infeliz» y «sin amor» y en la que se sentía desplazado e incapaz de renunciar a algo tan mundano como la atención de su madre. Con Isabel II, el niño Charles se reunía en audiencia, como cualquier mortal.

En contraste con esa abnegación de la reina, Carlos continuó siendo desde entonces un ejemplar muy humano de la especie monárquica, con altas y bajas pasiones que han marcado su biografía hasta el momento mismo de recibir la corona: petulante, impaciente, iracundo, infiel, amante del lujo, incapaz de aceptar las críticas… pero también sensible, amable, inteligente, divertido y apasionado por sus hijos.

«Creo que su papel de padre entra en conflicto con su papel de rey», piensa el cineasta británico John Bridcut, quien realizó el documental Príncipe, hijo y heredero: Carlos a los 70, que la BBC emitió en el 2018, con motivo del aniversario del monarca, nacido en Londres el 14 de noviembre de 1948, que se había convertido ya en el heredero británico más longevo. Bridcut hacía referencia así, en un documental del canal Arte, a la dolorosa relación del rey con su «querido muchacho» —«Él siempre lo llama así», enfatiza Bridcut—, el príncipe Enrique, alejado de la familia real tras su matrimonio con Meghan Markle y las acusaciones de racismo y maltrato contra varios miembros de la familia Windsor, incluido su hermano Guillermo.

También su papel de heredero entró un día en conflicto con otra de sus pasiones: Camilla Rosemary Shand, una joven de familia bien, pero plebeya, a la que conoció a principios de los años setenta. Carlos no luchó por ese amor como había hecho su tío abuelo Eduardo VIII, quien abdicó del trono para casarse con la divorciada Wallis Simpson; ni tampoco renunció al amor, como Isabel II obligó a hacer a su hermana Margarita, quien también trató de casarse con un divorciado. Carlos tomó el camino del medio: aceptó, como debía, el matrimonio con una aristócrata, la malograda Diana Spencer, pero la relación con su novia de juventud continuó de forma intermitente hasta que el 9 de abril del 2005 al fin se casaron: ella tenía 57 años y él 56. En ese tiempo, ella se convirtió en Camilla Parker Bowles, tuvo dos hijos y se divorció. Fue también la «rottweiler», «saboteadora de matrimonios», «malvada mujer» y cooperadora necesaria en la infidelidad que rompió el corazón a la princesa de los británicos: Lady Diana. Él fue también criticado, denostado y descartado como futuro rey por buena parte de sus súbditos de hoy… y quizá también por sus padres. «Creo que la reina y el príncipe Felipe han estado agradecidos de vivir tanto tiempo para evitar que su hijo sea monarca, porque hubiera puesto en peligro la casa real», aseguró el escritor y experiodista de la BBC Tom Bower, quien publicó en el 2018 la biografía no autorizada Rebel Prince, cargada de jugosas anécdotas sobre el entonces heredero.

Ocho meses después de la muerte de Isabel II, la monarquía británica sigue de momento en pie y, paradójicamente, la «malvada» Camilla —que ha aguantado un chaparrón de años sin expresar una queja— ha contribuido a mejorar la imagen de Carlos ante su pueblo. «Ella tiene los pies en la tierra y disfruta de tanto en tanto de un gin-tonic», cuenta la historiadora alemana Karina Urbach, afincada en Cambridge, quien cree que la personalidad «estable» de la reina consorte le viene perfecta al monarca.

Gracias a ella, Carlos III hizo quizá uno de los descubrimientos más chocantes de su vida doméstica el día que encontró su comida cubierta por una desagradable capa de plástico. «Es papel film, querido», le aclaró Camilla, según cuenta Bower en su libro. Para ilustrar esa distancia de Carlos con el mundo real, también asegura que tras enterarse, durante un viaje a Hong Kong especialmente incómodo, de que estaba volando en clase turista escribió en su diario: «Es el final del Imperio, suspiré».

Petulancia y sensibilidad, ira y amabilidad se combinan en su anecdotario, en el que el hombre al que emociona ver florecer las orquídeas y que se maravilla de que existan 650 tipos de helechos es capaz de arrojar objetos contra la radio cuando las noticias son críticas con su figura o, en un arranque de ira, agarrar por la garganta a un ayudante de cámara, que acabó refugiándose en un armario, como contó el afectado. Si alguien necesitaba más pruebas de ese mal genio, a las pocas horas de convertirse en rey, el mundo entero pudo ver cómo se irritaba al firmar los documentos de su proclamación y día después protestaba durante otra firma tras mancharse las manos con la tinta de una pluma: «¡Oh, Dios! ¡Odio esto! ¡No puedo soportar esta maldita cosa!». Nada que ver con el «nunca quejarse ni dar explicaciones» que siguió escrupulosamente su madre.

En lo que sí ha sido un alumno aventajado de Isabel II ha sido en cultivar su fortuna personal. Según The Guardian, el soberano tiene 1.815 millones de libras (más de 2.000 millones de euros). Y aunque mantiene a raya la calefacción en casa, donde se pasa frío, según algún familiar, el año pasado se gastó 2,2 millones de euros en viajes en helicóptero.