Vivir como un Gadafi

Alberto Pradilla

SANTIAGO

Un periodista recorrió esta semana las lujosas viviendas del dictador libio y de su familia: no solo pudo comprobar el alto nivel de vida de Gadafi, sino también el estupor de sus compatriotas ante el dispendio

04 sep 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Ante todo, estupor: «¿Dónde está la tienda? ¡Eres un mentiroso!». La inscripción, pintada a rotulador en las puertas de una de las casitas destinadas para el servicio en el interior del complejo presidencial de Bab al Aziziya, en Trípoli, evidencia la indignación que sacude a los libios cuando, por primera vez en 42 años, cruzan los muros que protegían los domicilios de la familia de Muamar el Gadafi. Lo que han encontrado, tras la irrupción de los rebeldes el pasado 22 de agosto, les ha molestado todavía más: interminables aposentos, televisiones de plasma, botellas de Don Perignon, camas de plumas, enormes aposentos exclusivos para las mascotas o un minicampo de fútbol en un apartamento con vistas a primerísima línea de playa. La expresión vivir como un rey tiene una nueva forma en Libia. Aquí, se vivía como un Gadafi. El lujo no solo rodeaba al excéntrico dictador. Cada uno de sus hijos (Mohammed, Saif al Islam, Saadi, Aisha, Hannibal, Jamis y Mutassin son los que siguen vivos, Saif al Arab murió tras un ataque de la OTAN) disponía de una residencia donde sobraba hasta la abundancia. Estos son solo algunos ejemplos. «¡Este es nuestro dinero! ¿Por esto hemos estado sufriendo?», clama Tarek Mohammed, de 36 años. Todavía jadea después de reventar una televisión contra el suelo tras un ataque de rabia. Su sobrino, Mohammed, de 4 años, lo mira con cara de no comprender demasiado. Nos encontramos en una casita para el servicio ubicada en uno de los jardines interiores del domicilio de Muamar el Gadafi, en el interior de Bab al Aziziya, una inmensa extensión de seis kilómetros cuadrados blindados por una muralla salpicada por decenas de torretas de vigilancia. Dentro se hallaban los arsenales, los centros de mando y la edificación de dos plantas desde las que el autócrata lanzó su amenazante «zanga-zanga» (callejón a callejón, en referencia a la caza del rebelde que preveía lanzar) al inicio de las revueltas. También la jaima beduina donde acostumbraba a recibir a los invitados, de la que ya no quedan ni los restos. Aunque, después de comprobar la exuberancia de sus aposentos, casi parece una broma de mal gusto la insistencia del coronel en tratar de aparentar sobriedad.

«Esto es enorme, enorme», intenta describir, en un inglés precario, uno de los cientos de tripolitanos que han convertido la inmensa urbanización en un lugar de peregrinaje para domingueros. Frente a él, una inmensa cocina de apariencia casi industrial, toda metálica. Ya no quedan alimentos, pero por su tamaño podría recordar más a la trastienda de un restaurante que a un equipamiento doméstico. «Síganme, síganme», insiste, recorriendo los diferentes pasillos chamuscados tras los combates. Para llegar al trono del autodenominado rey de reyes no hace falta caminar por la superficie. Bajo el subsuelo, Gadafi ideó un enrevesado sistema de túneles que ni los propios rebeldes han logrado descifrar. A través de uno de ellos llegamos hasta una entrada lateral. Está completamente arrasada. Por sus pasillos ennegrecidos se distingue lo que fue un salón para invitados, un sinfín de habitaciones y baños que en su día fueron impolutos.

Pasamos a otro de los edificios. Segundo piso. Centenares de papeles están esparcidos por el suelo. Un extraño mosaico que mezcla documentos de la seguridad interna («tiene hasta una lista con todos los propietarios de comercios en Trípoli», explica Khaled el Amshaled) con recortes de revistas de modelos y fotografías de cantantes de moda. Probablemente, Aisha, su única hija, pasó parte de su infancia en estos cuartos decorados con poco gusto, un estilo poscolonial, sobrecargado y pintados con colores verdes y dorados. En el suelo, El Amshaled encuentra la prueba definitiva: una postal rota en pedazos con la inscripción: «Para mi madre, a la que quiero mucho», firmada por la mismísima Aisha Gadafi.

El caos generado tras la entrada triunfal de los rebeldes abrió la puerta para el saqueo sistemático de unos bienes que muchos libios consideran que les pertenecen. Y como no se fían del reparto, arramplan con todo lo que les cabe en las manos. Al coche blindado que no consiguió salir del perímetro, un BMW de lujo, no le queda ni una pieza del motor.

La ostentación no se limita al centro de poder de Muamar el Gadafi. En la costa, en pleno centro de Trípoli, cobijada bajo el enorme edificio verdoso del hotel Sheraton, se encuentra la vivienda de Shaadi Gadafi, el hijo futbolista del coronel. Un chalé dividido en tres edificios que, como no podía ser de otra manera, alberga un pequeño terreno verde con porterías para que el vástago pudiese entrenarse. No debió de esforzarse lo suficiente. Si no fuese por el dinero de su padre, que lo colocó en el Udinese, no habría pasado de aficionado. Quizás el aspirante a Leo Messi no se trabajó lo suficiente porque se encontraba demasiado ocupado organizando barbacoas en su terraza particular, habilitada especialmente para cocinar asados y donde las moscas devoran ahora un trozo de carne que todavía cuelga de tres traviesas que simulan una hoguera. Una de las construcciones que más llama la atención: una pequeña casita, de unos dos metros y medio de alto con el interior decorado con azulejos azules. «Servía para el perro», constata Alí Abdelbash, miliciano procedente de Misrata que ahora se encarga de custodiar los apartamentos.